¿DE T DO?


Ya casi eran las 11, la noche se había tragado por completo el centro de la ciudad y al salir del trabajo sólo quería llegar a casa, y ya se quedaba sin tiempo. Como siempre, vaya.

Cansado se quedaba corto para definir su sensación vital en ese momento, porque el agotamiento también era mental. O sobre todo era mental.

 

Ya a punto de llegar a la boca de Metro, su mirada distante y apagada se encuentra, de refilón y casi a traición, con un cartel luminoso, decrépito y chispeante, al fondo del callejón a su derecha.

“T NEMOS   DE   T DO”, reza, cual hombre desdentado sonriendo, bobalicón, al infinito.

 

Pero el caso es que le llama la atención, le atrae cual novelesco misterio, le electriza ligeramente una emoción que no ha tenido ningún día al volver a casa. Es algo suave, un leve cosquilleo, que es mucho más de la NADA que suele sentir en ese tramo diario.

 

Así que, viendo que hay luz bajo el cartel, dirige sus pasos al estrecho callejón del que jamás, hasta hoy, se había percatado en 18 años. Apenas son 20 zancadas, pero ese cosquilleo, tan eléctrico como el neón que ha visto años mejores, le va creciendo dentro como el hambre a mediodía.

 

Llega. Empuja la puerta. Chirría y le cuesta, pero cede. Entra. Y le embriaga el olor a viejo, a polvo, a anticuario, a alcanfor. Y, no sabe muy bien por qué, le agrada ese olor, esa sensación. Encaja. Abriga. Atonta. Adormece. Bien.

 

Aún saboreando este leve colocón de antigüedad en todos sus sentidos, aparece de repente un hombre de unos 1500 años (o más) de una diminuta puerta de madera rojiza, casi marrón, al fondo de la estancia. Salva el mostrador de cristal, opaco y sucio, y se le acerca.

Todo son arrugas y marcas en la cara del hombre, de casi 1,60, complexión débil, ojos pequeños, algún mechón blanco despeinado y andar titubeante pero veloz.

 

-       “Hola, caballero, buenas noches, bienvenido a mi humilde bazar. ¿Buscaba algo?”

Él, medio hipnotizado aún por lo raro de todo el asunto, le mira con sonrisa postiza (taaaan ensayada en su vida) y niega lentamente con la cabeza repetidas veces.

-       “No, muchas gracias, tan sólo he entrado porque me ha llamado la atención el cartel. No recuerdo haberlo visto antes”

El pequeño y anciano hombre sonríe, y deja a la vista tantos dientes como huecos en su boca.

-       “Sí, el cartel… debo repararlo, lo sé, pero nunca hay tiempo. Ni dinero, hehehe”

Hay algo de oscuro en su risa, pero el cliente lo achaca a su ancianidad y a lo pintoresco del lugar.

 

Porque el lugar es extraño. Diferente. Es una pequeña sala, casi cuadrada, con un mostrador frente a la entrada y esa pequeña puerta de madera de la que salió el hombrecillo. Una sala llena. Pero no opresiva. Como un museo del tiempo, de la memoria.

Innumerables estantes en las paredes con juguetes, juegos de mesa, elementos decorativos de formas y texturas infinitas… todo parecía caber y tener su sitio en aquella sala.

Y luego una silla. Pequeña, de metal repujado, negro, y asiento acolchado gris muy rajado por el uso.

 

-       “¿Hay algo que necesite, que no tenga o que desee?” preguntó amablemente el dependiente.

-       “No, la verdad. Creo que tengo de todo, como dice en su cartel, jajaja. Tiene una tienda muy bonita. Entrañable”

-       “Oh, muchas gracias, es usted muy amable, caballero. Es mi bazar de toda la vida, lo heredé de mi padre, y él de mi abuelo… ¿Seguro que no hay nada que desee, lo que sea?”

-       “No, de verdad, muchas gracias. De hecho, debo irme ya que cierran el Metro y no tengo tiempo”

-       “¡Ahhhh!, pues entonces ya hay algo que no tiene. Tiempo. ¿Lo ve?. Hehehe”

-       “Emm, sí, jajaja, claro, como todo el mundo, ¿verdad?. Lástima que eso no se pueda comprar”

la cara del anciano dependiente se ensombreció alarmantemente durante una fracción de segundo para volver a animarse y decir:

-       “¡Oh, no, no! Todo se puede comprar. TODO. De ahí el cartel de afuera. No miente. Ni yo tampoco”

La cara de extrañeza de el cliente fue un poema por un segundo, pero luego volvió a su falsa sonrisa estándar (esa típica cara de póquer de quien lleva toda una vida tratando con extraños en comercio).

-       “¿Ah, sí?, ¿y cómo se vende eso, si no es tangible ni se puede tocar o pesar?” Su curiosidad sí empezaba a ser tangible.

-       “Deme 5 minutos y se lo demostraré. Gratis”

El cliente abrió los ojos sorprendido de que usaran las tácticas que el usaba con sus clientes. “5 minutos”, “Gratis”…

-       “Muy bien” dijo (y se olvidó por un momento de su prisa en aquel reducto atemporal)

 

El anciano fue a la entrada, cerró con una gran llave dorada la puerta, y desapareció bajo el marco desconchado rojizo tras el mostrador, desde donde gritó:

-       “Siéntese en la silla por favor. ¡Salgo ahora mismo!”

-       “Perfecto, gracias. ¡Pero en breve debo irme, señor!”

-       “No se preocupe, será rápido y merecerá la pena, se lo aseguro” le gritó mientras llegaban tenues sonidos de rebuscar entre cacharros. Como un pequeño desastre controlado al desordenar cosas buscando algo.

 

El anciano dependiente salió veloz de la puerta cobriza y le sonrió cerrando sus negros y vidriosos ojillos achinados.

-       “Necesito que cierre los ojos, por favor” le pidió.

-       “Ehhh ¿cómo, disculpe?”

-       “Que cierre los ojos. Por favor” repitió más pausado y lento. Más seguro.

-       “Bueno, no sé si…”

-       “Es que para explicarle esto es necesario. El cerrarlos ayuda”

-       “En fin, está bien, los cierro…” y así lo hizo, a regañadientes pero obediente al fin y al cabo.

 

… (1 segundo)

… (1 segundo)

… (1 segundo)

-       “Ya puede abrirlos, señor Torres”

El impacto en el pecho al oír su apellido le hizo dar un fuerte respingo y abrir del todo sus ojos, como grandes platos asustados.

-       “¡¿Cómo coño sabe mi nom…”

Dejó la pregunta a medias al ver, frete a sus ojos recién abiertos, el enorme cañón de un revólver antiguo, como los de las películas del Oeste. Lo tenía casi pegado a su frente. Agarrado con ambas manos por el pequeño anciano, que lo miraba fijamente. 

Y no temblaba en absoluto.

Al contrario que Torres, que cerró fuertemente los puños y se volvió a revolver en la silla, entre temblores.

 

-       “Sé muchas cosas. Quizá demasiadas” Dijo, críptico, el viejo.

-       “¿…y qué quiere?” acertó a preguntar Torres.

-       “Ya se lo he dicho. Le voy a vender tiempo. A regalar, para ser más exactos. Ya que dice que le falta”

-       “Pero…”

-       “Verá, señor Torres. Usted ha venido por algo. Y es esto. Y se lo voy a dar, no se preocupe. Pero debe escucharme. Y debe elegir”

-       “E... elegir?”

-       “Sí. Tiene dos opciones. Es cierto que no tiene tiempo, le creo, pero puede pasar a ser una realidad bien tangible ahora mismo. Yo le disparo en la cabeza y, efectivamente, fin del tiempo para usted. Se acabó. Ni tiempo, ni vida, ni futuro, ni nada. O solo la nada, según se mire… ¿es lo que quiere?” Casi le olía el aliento a manuscrito, tras cada palabra, desde la silla.

-       “No, ¡NO! ¡Claro que no!” dijo nervioso el cliente.

-       “Bien, muy bien, pues eso es elegir. Ha elegido usted, señor Torres, no acabar ahora con todo y finiquitar, REALMENTE, su tiempo aquí hoy. Así que, a partir de ahora, todo el tiempo que tiene se lo regalo. Es suyo. No lo tenía hace un segundo, y ahora sí. ¿Ve? Así se crea, se regala o se vende el tiempo. Valorando y saboreando el que le queda, cuando parecía no quedarle ya nada. Tiempo extra. REAL”

-       “No… no sé qué decir” balbuceó Torres.

-       “No debe decir nada, no se preocupe, es normal. Siempre les pasa”

 

Breve silencio incómodo con ese “les” que ambos estaban mascando en ese momento.

Y el anciano guarda con parsimonia el revólver en su gran bolsillo derecho. Le cabe entero dentro, cosa sorprendente debido al volumen brutal del mismo..

 

-       “Ahora vuelva a su casa, señor Torres. Con Martina y la pequeña Sandra. Vuelva y viva, y saque tiempo, ahora que tiene. Se lo regalo, sí, pero es algo que se gasta, lo use o no. Y le recomiendo usarlo, ya que casi le cuesta la vida conseguirlo”

-       “Sí, sí, sí… claro. Sí” Casi tartamudea mientras enfatiza con la cabeza.

 

Torres se levanta tembloroso y despacio de la silla, que hasta entonces no había notado tan sumamente incómoda como en ese momento, y se dirige a la entrada, donde gira nervioso la llave dorada para abrir.

 

-       “¡Adiós, caballero, disfrute de su tiempo!” oyó que decía el viejo a su espalda mientras salía a la calle.

 

 

La noche ya era total, el frío era atroz y le caló hasta los huesos nada más salir. Se ajustó el abrigo, bajó la cabeza y fue al Metro, poco más allá. Miró hacia atrás 20 pasos después, al callejón, con miedo pero de forma inevitable. 

No había nada.

Ni luz, ni cartel, ni puerta alguna. 

Sólo 3 contenedores de basura, negros, de los que asomaban varias bolsas de plástico del mismo color.

 

Suspira, enfila las escaleras del Metro, y mira, por primera vez esta noche, su reloj analógico.

Bien, llega.

Aún hay tiempo.

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