OWN LABYRINTH...
No sabía cómo fue. Pero ahí estaba.
Las calles no eran rectas, ni siquiera estaban todas a la misma altura.
Algunas casas de colores, las menos, porque la mayoría eran negras.
Sin ventanas casi todas ellas.
Sin puertas a simple vista.
Llevaba andando 1 hora, o 5, o 12, no sabría decir, porque no había sensación alguna de avanzar, y el cielo no cambiaba de color: gris plomizo.
A veces se escuchaba alguna melodía de blues, o rock, (jazz?) traída por el viento, pero antes de reconocerla ya se había desvanecido.
Y, aunque no había llegado a ver ninguno todavía, juraría que había gatos.
Y no uno, varios, diría que bastantes.
Pero era más una intuición que otra cosa.
Como que ellos le miraban a él.
Y eso estaba bien, por algún motivo.
Calle arriba, calle abajo, tuerce a la derecha, gira ahora a la izquierda.
Daba igual.
Era un jodido laberinto.
Hipnótico, sí, pero sin principio ni final aparentes.
Y sin sentido.
Todo le era vagamente familiar, pero nada de un modo concreto, tangible, real.
Hacía tiempo juraría haber visto la sombra de una guitarra, pero no había nada allí.
También le pareció escuchar risas, de gente joven, un grupo, pero al mirar en la dirección de las mismas sólo había viento.
Y casas negras.
Mira al suelo, y un colgante con un corazón roto brilla sobre el asfalto gris y agrietado.
Lo coge.
Es lo primero que puede tocar desde que recuerda estar allí.
Un corazón roto.
Lo guarda en el bolsillo y sigue caminando... Algo más debe haber.
Una salida.
Algo.
Pasan otras tantas horas, que vuelan al ritmo del viento que silba música por esas calles grises y negras.
Una pareja de ancianos (¿serán reales o una visión?) pasa fugazmente por una de las pocas ventanas que hay.
Les grita, pero nada sale de su garganta excepto polvo.
Polvo blanco, y en cantidad.
Tose.
Cae sangre al suelo.
Se limpia los labios con el dorso de la mano y, en efecto, la sangre mana de su boca.
No mucha, pero acojona igualmente.
Sigue peregrinando por esta nada de destellos aleatorios que le extrañan, reconfortan y asustan.
Un extraño viaje, no cabe duda, pero sigue porque siente que tiene que hacerlo.
Un motor que le mueve hacia ninguna parte pero que no para y le adentra en ese raro, oscuro y desértico laberinto.
Antes de darse cuenta, pasan, movidas por el viento (que ahora es más fuerte) unas hojas, manuscritas.
No logra coger ninguna, pero despiertan algo en él.
Sigue, camina, jadea, continúa.
Qué remedio.
Tuerce en una esquina y, de repente, una mujer.
Hermosa. Exuberante. Sensual.
De un delicado pelo azul, recogido en una coleta alta. Sonríe, pero con lástima en sus ojos.
Está en la puerta (hay puertas!!!) de una casa roja, muy llamativa.
Se acerca, para comprobar que es real, y de momento no desaparece.
Buena señal.
Una lágrima cae por la comisura de su ojo izquierdo, y de cerca ve que no es muy alta, y que lleva multitud de tatuajes.
A ella la recuerda... Pero no sabe de qué.
No se dicen nada, y pasa un milenio entre los dos en forma de aire, música que casi no lo es, y aromas que no sabe describir ni ubicar pero le gustan.
Le parece escuchar un llanto, o una pelea, y gira la cabeza un segundo.
Al volverse de nuevo, ella ya no está.
En su lugar, un escalpelo.
Brillante, afilado, pequeño, manchado, rojo, goteante, mortal.
Lo coge, lentamente, hechizado.
E, instintivamente, se toca el cuello con la mano, como un resorte.
Jajajajajaja, claro!
Ahora lo entiende.
Ahora lo recuerda todo.
La música, los gatos, el grupo, la guitarra, los amigos, sus padres, las drogas, los escritos, las peleas... Ella.
Que le rompió el corazón.
Que le abandonó.
Que lo sumió en la locura, en aquellos pasillos grises y nocturnos del pabellón psiquiátrico, planta cuarta.
Hasta que le robó el bisturí al doctor.
Hasta que que acabó con la locura, la vida y el dolor.
Hasta que pudo olvidar.
Miles de horas vagando perdido, sí... Aunque hacía de esto 4 minutos.
Las calles no eran rectas, ni siquiera estaban todas a la misma altura.
Algunas casas de colores, las menos, porque la mayoría eran negras.
Sin ventanas casi todas ellas.
Sin puertas a simple vista.
Era su maldita cabeza.
Su retorcida y vacía mente.
Pues vaya.
Casi mejor morir, sí.
Ahí estaba. Y así fue.

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